El Consejo Europeo no se ocupaba de la relación estratégica entre la Unión Europea (UE) y China desde 1989, después de Tiananmén. Es sorprendente que haya tardado tanto porque, desde entonces, el ascenso de China ha cambiado la geopolítica mundial. ¿Por qué esa prolongada desatención a pesar de que China como potencia global haya sido objeto de miles de comentarios y análisis?¿Por qué esa prolongada desatención a pesar de que China como potencia global haya sido objeto de miles de comentarios y análisis?
En primer lugar porque cuando, en el 2001, ingresó en la Organización Mundial del Comercio (OMC), el mundo entero ansiaba la apertura del gigantesco mercado chino con unas reglas compartidas de comercio internacional. Se esperaba un enorme incremento del comercio y del PIB mundial. Pero el pronóstico se cumplió solo en parte. Durante los últimos dieciocho años, China ha sido el gran beneficiario de la globalización, pero su mercado no se ha abierto en la misma medida que el europeo.
En segundo lugar, porque los europeos hemos estado demasiado ensimismados en nuestras crisis, el euro, los refugiados, el Brexit, que han hecho de la introspección un hábito malsano del Consejo Europeo. Y hemos estado interesados únicamente en las ventajas económicas del rápido crecimiento de China, que es nuestro primer socio comercial. Pero, mientras China aumentaba su influencia internacional, primero en Asia y el Pacífico, después en África, en América Latina e, incluso, en el tejido económico y empresarial europeo, la crisis del día oficiaba de árbol que nos impedía ver el bosque.
Esto ha cambiado. Aunque el Brexit interminable nos haga seguir mirando el futuro por el retrovisor, no podíamos aplazar por más tiempo la reflexión colectiva sobre los desafíos planteados por la nueva China. Las guerras comerciales, propias y ajenas, la competencia por las nuevas tecnologías, la política industrial y la ciberseguridad, entre otras cuestiones, han situado a China en la agenda política y estratégica europea. Así, el pasado 18 de marzo, los ministros de Asuntos Exteriores de la UE compartimos mantel y debate con nuestro homólogo chino. Era la primera vez que ocurría en treinta años a pesar de que todas las personalidades relevantes de la política internacional han participado en esos almuerzos, en los que tiene lugar un diálogo directo del que solo trasciende un informe de calculada vaguedad.
El detonante de este proceso ha sido la posición de liderazgo de China en la más crítica de las infraestructuras críticas, el 5G, y el papel desempeñado por la empresa Hauwei. La Comisión ha presentado una Comunicación que supone un cambio fundamental en la perspectiva de la UE con respecto a China de los últimos treinta años, considerándola como un “rival sistémico” y como un “competidor económico”.
Destacaría tres elementos de esa Comunicación. El primero es que no podemos seguir considerando a China como un país en vías de desarrollo. Difícilmente puede serlo un país que tiene un PIB per cápita superior a algún Estado miembro de la Unión o que está a punto de alcanzar a Estados Unidos en el número de empresas entre las quinientas más grandes del mundo.
El segundo es que, en efecto, China, sin perder su carácter de socio potencial clave, es también un competidor estratégico al haber sumado ascendencia política, influencia diplomática y poder militar a su ya considerable capacidad económica.
Finalmente, el tercero es la necesidad de ampliar el foco sobre China. A la habitual reflexión sobre cómo nos afecta su expansión económica hay que añadir consideraciones geoestratégicas y de seguridad nacional. China es un país que retoma el lugar que ocupó durante siglos “en el centro del mundo”, con las implicaciones que ello tiene para nuestra península europea en el extremo occidental de Eurasia. Ya no es solo una oportunidad. Es un reto existencial. Y China, en parte, despierta a la UE a la oportunidad histórica de refundar la Europa del siglo XXI.
China vive el final del llamado “ascenso pacífico”, que ha caracterizado su reincorporación al sistema internacional. Desde Deng Xiaoping, los líderes chinos, actuando con gran visión estratégica, han acumulado poder e influencia evitando el conflicto, conscientes de la necesidad de no suscitar temores y de inspirar confianza. Salvo en asuntos que tocaban su fibra profunda (Taiwan, la integridad territorial), Pekín evitaba la imposición, el diktat. Se sentaban las bases de la relevancia global con un mensaje permanente de cooperación, de buena voluntad, de armonía, por utilizar un término caro a la diplomacia china de inspiración taoísta. En palabras del propio Deng Xiaoping: “esconde tus fuerzas, espera tu momento”. Ese momento ha llegado y sus dirigentes han abandonado en parte el discurso de Deng.
Todo ello sitúa a Europa ante la necesidad de no llamarse a engaño sobre las posibilidades reales de la relación bilateral. China es un gran país que ha conseguido sacar de la pobreza a decenas de millones de personas en un tiempo récord pero, como señala la Comisión en su informe, propugna un modelo de sociedad y tiene una visión de las relaciones internacionales distintas de las nuestras. Ello no impide la colaboración, por supuesto. Pero también nos advierte de la necesidad de gestionar una relación que ya difícilmente estará exenta de tensiones. Los tiempos han cambiado. Lo que tenemos delante no es una nueva Unión Soviética ni una nueva Guerra Fría sino algo mucho más complejo que se juega en varios campos, el tecnológico particularmente, en los que Europa solo puede actuar unida o ser irrelevante. Y el problema es, precisamente, que Europa no está unida. Resulta normal que China, ante nuestras divisiones, privilegie las relaciones bilaterales.
Deberíamos tomar conciencia de que ningún Estado miembro de la UE puede aspirar a mantener una relación equilibrada con China. La relación será siempre asimétrica. Sólo como Unión Europea podremos tener una relación de equilibrio. Aquí, como en tantas otras cuestiones, Europa no es una opción. Es una necesidad si queremos preservar nuestro modelo de sociedad.
La relación será compleja pero puede beneficiar a las dos partes y, dadas las responsabilidades globales de ambos actores, a todo el planeta. En los últimos años ha ido extendiéndose la visión de que el ascenso chino ante los Estados Unidos nos abocaba a un nuevo “momento Tucídides”. El historiador griego describió el conflicto que aparece cuando una potencia emergente trata de desplazar a la dominante. El estudio de Graham Allison “Destined for War” concluye que solo cuatro de los dieciséis momentos semejantes en la Historia no han conducido a una guerra. Más allá del riesgo predictivo de proyectar hacia el futuro experiencias pasadas, creo que se impondrá la lógica de la cooperación sobre la de un enfrentamiento que solo puede ser catastrófico. Pero únicamente contribuiremos a que esa lógica se imponga desde una actuación europea, evitando así que nuestro modelo político y social sea arrastrado por la nueva gran dualidad que emerge en la frontera del Indo-Pacífico.