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ARTÍCULO

Elogio de la mesura

Artículo del ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, Josep Borrell, en «Diario de Sevilla» de fecha 10 de marzo de 2019

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José Pedro Pérez-Llorca (1940- 2019) falleció el pasado 6 de marzo. Con él se nos ha ido un referente moral y político de nuestra historia reciente. Jurista, político, diplomático, protector y promotor de las bellas artes, Pérez-Llorca encarnaba en su persona el encomio de Terencio: nada humano le era ajeno. Así lo atestigua el entusiasmo con el que ejerció la Presidencia del Real Patronato del Museo del Prado, institución bicentenaria y vertebradora de la nación, a la que consagró los últimos años de su vida y a cuya renovación y expansión tanto contribuyó.

Con todo, su nombre ha quedado asociado, como lo demuestran las numerosas glosas unánimemente elogiosas que han acompañado su partida, con dos hitos que vinieron a encauzar y enmarcar nuestra Transición en el orden interno y en el exterior. A ellos me quiero referir a continuación, pues considero esencial que las generaciones presentes y venideras no los olviden o minusvaloren.

El primero fue, obviamente, la Constitución de 1978, de la que Pérez- Llorca fue uno de los siete ponentes y en cuyo reciente aniversario, el cuadragésimo, tuvo varias intervenciones públicas reseñables. Lejos de incurrir en un ensimismado panegírico del texto que contribuyó a alumbrar, pero alejándose también de una crítica a su totalidad tan al uso en nuestros días, su comparecencia a principios del pasado año ante la Comisión parlamentaria para la modernización del Estado autonómico fue todo un ejercicio de mesurado realismo en medio de la generalizada destemplanza que domina la política española.

Su diagnóstico, apuntando a los fallos de diseño por parte de los primeros legisladores a la hora de abordar la desigualdad entre personas y territorios, agravados por la deslealtad in crescendo, añadió, de ciertos nacionalismos, vino inmediatamente acompañado por un recordatorio de la potencia integradora del texto constitucional debidamente interpretado y desarrollado en su totalidad. No son tiempos para reformas de nuestra Carta Magna, concluyó, porque ello requeriría un consenso para el que no se dan las adecuadas condiciones en estos momentos.

Pero si es necesario mejorar la gobernanza, el autogobierno, no de cada parte, sino del conjunto de la nación en aras del interés general. Un interés general cuya consecución fue la principal guía de los artífices de la Transición, también en lo concerniente a nuestra política exterior. Como actual Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación y como miembro activo de aquella generación, me cabe valorar y reivindicar el esfuerzo sostenido, apoyado por el conjunto de las fuerzas políticas, con las lógicas discrepancias, que llevó a la plena homologación internacional de nuestra naciente democracia. No es una cuestión baladí y el tiempo nos está dando la justa medida de aquel logro.

Quienes hemos tenido que hacer frente al intento del secesionismo catalán por exportar su proyecto y obtener reconocimiento internacional somos conscientes de la importancia que tiene contar con el apoyo de nuestros socios europeos y atlánticos.

Nuestra integración en las entonces Comunidades Europeas, hoy Unión Europea, y en la OTAN, que hoy damos por descontada, requirió en aquel período un delicado ejercicio de ingeniería diplomática. Le cupo a Pérez-Llorca, siguiendo la estela de sus predecesores, un papel relevante para llevarlo a buen puerto.

Diplomático de carrera, formado académicamente en los ámbitos anglosajón y germano, tenía claro desde un principio que España tenía que dejar atrás su posición, ya fuera excéntrica o subordinada, en los sistemas de integración y cooperación política y de seguridad occidentales si queríamos prosperar como país y adquirir mayor peso en el concierto internacional.

Ministro de Asuntos Exteriores desde las postrimerías de la era Suárez hasta el final del Gobierno de Calvo Sotelo, entre 1980 y 1982, concedió especial importancia durante su mandato a la superación del esquema bilateral de relación defensiva con Estados Unidos, que suponía, en sus propias palabras, "una concesión de servidumbres" heredada del franquismo en lugar de un reparto equitativo de cargas entre aliados. La forma de enmendar esa situación, consideraba, pasaba por la adhesión de España al Tratado del Atlántico Norte. Lo que, tras diversas vicisitudes, tuvo finalmente lugar, con su firma, el 29 de mayo de 1982.

Bien es sabido que el Gobierno socialista que no tardaría en asumir el poder tuvo discrepancias de principio con esta decisión y terminó sometiéndola a referéndum con el resultado conocido. Pero conviene recordar que el propio Pérez-Llorca, lejos de enrocarse, buscó en todo momento el diálogo con la oposición y ésta lo aceptó pese al ruido de una enconada confrontación electoral. Aunque no de forma inmediata, las fuerzas opuestas terminaron encontrando, como en ciertas ecuaciones físicas, un punto de equilibrio que terminó beneficiando al conjunto del país y facilitando el objetivo compartido, que no era otro, como antes señalaba, que la plena inserción de España en la comunidad euro-atlántica. Toda una lección para los tiempos que corren.

Unos tiempos, y con ello termino estas reflexiones, que en uno de sus últimos artículos Pérez-Llorca comparaba desfavorablemente con los de la Transición recordando una canción de la época –Libertad sin ira– y lamentando que el predominio de la ira en nuestros días pudiera terminar por poner en cuestión nuestra voluntad común de construir en libertad un país donde todos los españoles tienen cabida. Ante la que sería tan poco halagüeña perspectiva, el ejemplo de hombres como Pérez Llorca, quien vivió manteniéndose fiel a la máxima de Tácito, "sin odio en el ánimo y sin parcialidad en el juicio", me permite mirar el futuro con esperanza.