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ARTÍCULO

Reflexiones sobre la cumbre de la OTAN

Artículo del ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, Josep Borrell, en «La Vanguardia» de fecha 19 de julio de 2018

19 de julio de 2018

Cuando los historiadores reflexionen sobre la cumbre de la OTAN que ha tenido lugar los pasados días 11 y 12 de julio en Bruselas, se encontrarán ante la dificultad de interpretar una paradoja. Como garantía de seguridad para sus estados miembros, la Alianza Atlántica ha sido, y sigue siendo, un éxito indiscutible. Sin embargo, nunca como ahora se había mostrado tan dividida e insegura acerca de su propio sentido y supervivencia. La paradoja estriba en que las críticas más acerbas no provienen esta vez desde el exterior, sino desde el mismo interior de la comunidad transatlántica. La OTAN, por así decirlo, está siendo sometida a “fuego amigo”. Son conocidas las declaraciones del presidente Trump en la reciente cumbre del G-7 en Canadá, cuando afirmó que su país asume un coste desproporcionado para asegurar la protección de socios que estarían ejerciendo de “gorrones”, o freeriders , en las relaciones comerciales a expensas de la economía estadounidense. Pocos días después, añadió que los miembros de la OTAN que no hayan alcanzado el 2% del PIB en sus presupuestos de defensa deben hacerlo “inmediatamente”, e incluso doblar ese porcentaje hasta el 4%. Desde este lado del Atlántico, el sentido de urgencia del presidente Trump y sus críticas a países aliados pueden parecer destemplados. Pero lo cierto es que la preocupación estadounidense acerca de la asimetría entre su contribución a la seguridad común y la del resto de los aliados no es nueva, ya fue expresada por el presidente Obama, y merece ser abordada razonablemente. Otra cosa es que refleje toda la realidad. En cierto modo, el debate sobre el reparto de los costes de la seguridad entre los miembros de una alianza es comparable al de las llamadas balanzas fiscales en el seno de un Estado descentralizado. No todo se puede medir contablemente y los resultados del análisis pueden variar dependiendo del método utilizado, que nunca parecerá lo suficientemente equitativo para todas las partes.


Se dice, por ejemplo, que un país como España destina pocos recursos a su presupuesto de defensa y, por extensión, a la seguridad aliada. Sin embargo, el enfoque meramente contable obvia nuestra aportación total a la seguridad global, tanto a través de la OTAN como de otros mecanismos multilaterales y supranacionales. España está presente actualmente en 19 misiones internacionales con 2.138 efectivos y numerosas capacidades materiales. Participamos en la coalición internacional contra Daesh (Estado Islámico) en Iraq y entrenamos, con otros socios de la OTAN, a las fuerzas de seguridad afganas. Estamos en todas las misiones militares y civiles desplegadas por la Unión Europea. De hecho, somos el país que con más personal contribuye a las mismas, desde Ucrania, en nuestra vecindad oriental, hasta el Sahel, en nuestra vecindad sur. Al igual que nuestra apuesta decidida por el pilar europeo de la defensa, nuestro compromiso con la seguridad y estabilidad en el Mediterráneo es firme y estamos dispuestos a dar más pasos al frente. Por ello, en la cumbre de la OTAN recién concluida, hemos ofrecido liderar la próxima misión de adiestramiento en Túnez y dar apoyo logístico de respaldo a la presencia de la ONU en Libia.


Desde luego, nadie puede decir que eludimos nuestra responsabilidad cuando se trata de contribuir a la seguridad propia y a la de nuestros socios y aliados. Al contrario, consideramos que ambas están íntimamente maridadas. La seguridad es un bien público global y la Alianza Atlántica es uno de sus principales proveedores. Por ello, situar el debate sobre la relevancia de la Alianza, o sobre las aportaciones de sus miembros, en términos exclusivamente presupuestarios y cortoplacistas es un error.


Lo que ahora está en juego no es tanto una cuestión de cifras y fechas perentorias, sino algo mucho más trascendente. Se trata de saber si seguimos formando parte de una comunidad transatlántica asentada en principios, valores y objetivos compartidos, que son los propios de las sociedades occidentales inspiradas en el humanismo y la Ilustración; de constatar si seguimos contando con una misma visión geopolítica y una similar estimación de los riesgos y amenazas a los que nos enfrentamos. Para dar respuesta a estos interrogantes hemos de abandonar la inmediatez y encuadrar el momento actual de la Alianza en un contexto temporal, y en un debate moral, más amplio.


Desde esta doble perspectiva, dos han sido los hitos que han marcado la evolución del mundo transatlántico en las últimas tres décadas: 1989 y 2016. En 1989, cayó el muro de Berlín y, con él, desaparecía poco después el enemigo existencial de las democracias liberales, cuya defensa había sido la principal razón de ser de la Alianza Atlántica. En el 2016, el Reino Unido votaba abandonar la Unión Europea, y en Estados Unidos Donald Trump ganaba las elecciones. A ambos lados del Atlántico, los dos grandes países de habla inglesa iniciaban así una travesía con rumbo incierto, pero que parecía alejarles cada vez más de sus socios y aliados europeos en el continente. Es tentador ver en la desaparición de la Unión Soviética el origen de la fractura que ahora amenaza desde dentro a la comunidad transatlántica. 1989 habría así engendrado 2016. De ahí, insisten algunos, que siga siendo esencial encontrar un sustituto de la Unión Soviética como estímulo externo a la cohesión del mundo atlántico. Candidatos no han faltado, ni faltarán, para ocupar ese dudoso privilegio: desde el terrorismo yihadista hasta los regímenes neoautoritarios, pasando por todo tipo de amenazas asimétricas o híbridas.


Hemos de tomar todas estas amenazas en serio y así está siendo el caso. Pero no creo que sea este el enfoque adecuado para garantizar la supervivencia y adaptación de nuestra Alianza en el largo plazo. La búsqueda de amenazas de todo tipo para preservar la unidad de comunidades débiles o fracturadas es un subterfugio frecuentado por regímenes totalitarios. No debería ser nuestro modelo. En nuestras sociedades abiertas, lo adecuado es reconocer las divergencias y aceptar los desacuerdos como paso previo para su superación o, al menos, para encontrar su acomodo sin llegar a la ruptura. Este es nuestro verdadero desafío. Es obvio que hoy los Estados Unidos de Trump y la Unión Europea, con Gran Bretaña en un incómodo limbo, mantienen posiciones contrapuestas sobre cuestiones clave como el libre comercio; la lucha contra el cambio climático; el ­curso que ha de seguir el proyecto de integración europeo; la resolución de ciertos conflictos regionales o la forma de afrontar las relaciones con Irán en el marco de los esfuerzos de no proliferación. Y tampoco podemos negar que, incluso en el seno de la Unión Europea, existen fisuras entre un núcleo, en el que se cuenta España, que permanece fiel al acervo comunitario en su más estricto sen­tido y que sigue persiguiendo el ideal de “una unión cada vez más estrecha”, y otros países que reniegan o ­ignoran con fruición prin­cipios básicos de nuestra filosofía y ­práctica políticas.


El gran interrogante es si estas divergencias entre aliados sobre cuestiones fundamentales son transitorias o constituyen ya fallas estructurales. Si fuera este el caso, y no fuéramos capaces de cerrarlas, corremos el riesgo de que la Alianza, que ha preservado la seguridad del mundo occidental durante más de medio siglo, termine perviviendo por inercia o, peor, perezca por la impaciencia de unos, entre la indiferencia de los más y ante el regocijo de los auténticos enemigos de la libertad y de la democracia.


Aún estamos a tiempo de evitarlo. Para ello convendría recordar a Tucídides cuando afirmaba que hay dos modos de mantener las alianzas: por el derecho y la co­munión de valores e ideas; o por el ­interés y la fuerza. Las primeras sirven su propósito y perduran en el tiempo. Los cementerios de la historia están repletos con las ­segundas.